RV).- “En la cruz, el último acto
confirma la realización de este diseño salvífico. Desde el inicio y hasta el
final Él se ha revelado como Misericordia, se ha revelado como la encarnación
definitiva e irrepetible del amor del Padre”, con estas palabras el Papa
Francisco explicó en la Audiencia General del último miércoles de septiembre,
el significado del sacrificio de amor de Jesús en la cruz.
Continuando su ciclo de
catequesis sobre la misericordia en la Sagrada Escritura, el Obispo de Roma
reflexionó sobre el pasaje del Evangelio de San Lucas (23, 33.39-43), en el
cual se narra de dos ladrones crucificados con Jesús, los cuales se dirigen a
Él con actitudes opuestas. Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión –
afirmó el Pontífice - encuentran su culmen en el perdón. Jesús perdona: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). No sólo son palabras,
dijo el Papa, sino que se hacen un acto concreto en el perdón ofrecido al “buen
ladrón”, que estaba junto a Él.
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
Las palabras que Jesús pronuncia
durante su Pasión encuentran su culmen en el perdón. Las palabras de Jesús
encuentran su culmen en el perdón. Jesús perdona: «Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen» (Lc 23,34). No sólo son palabras, porque se hacen un acto
concreto en el perdón ofrecido al “buen ladrón”, que estaba junto a Él. San
Lucas narra de dos ladrones crucificados con Jesús, los cuales se dirigen a Él
con actitudes opuestas.
El primero lo insulta, como lo
insultaba toda la gente, ahí, como hacen los jefes del pueblo, pero este pobre
hombre, llevado por la desesperación: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti
mismo y a nosotros» (Lc 23,39). Este grito testimonia la angustia del hombre
ante el misterio de la muerte y la trágica conciencia que sólo Dios puede ser
la respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de
Dios, pueda estar en la cruz sin hacer nada para salvarse. Y no entendían esto.
No entendían el misterio del sacrificio de Jesús. Y en cambio, Jesús nos ha
salvado permaneciendo en la cruz. Y todos nosotros sabemos que no es fácil
“permanecer en la cruz”, en nuestras pequeñas cruces de cada día: no es fácil.
Él, en esta gran cruz, en este gran sufrimiento, se quedó así y ahí nos ha
mostrado su omnipotencia y ahí nos ha perdonado. Ahí se cumple su donación de
amor y surge para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz, inocente
entre dos criminales, Él testimonia que la salvación de Dios puede alcanzar a
todo hombre en cualquier condición, incluso en la más negativa y dolorosa. La
salvación de Dios es para todos: ¡para todos! Ninguno es excluido. Y la oferta
es para todos. Por esto el Jubileo es el tiempo de gracia y de misericordia
para todos, buenos y malos, para aquellos que están bien y para aquellos que
sufren. Pero acuérdense de aquella parábola que narra Jesús en la fiesta de
bodas de un hijo de un poderoso de la tierra: cuando los invitados no querían
ir, dice a sus servidores: “Vayan al cruce de los caminos, llamen a todos,
buenos y malos…”. Todos somos llamados: buenos y malos. La Iglesia no es
solamente para los buenos o para aquellos que parecen buenos o se creen buenos;
la Iglesia es para todos, y preferiblemente para los malos, porque la Iglesia
es misericordia. Y este tiempo de gracia y de misericordia nos hace recordar
que ¡nada nos puede separar del amor de Cristo! (Cfr. Rm 8,39). Para quien esta
inmovilizado en una cama de un hospital, para quien vive cerrado en una
prisión, para cuantos están atrapados por las guerras, yo digo: miren el
Crucifijo; Dios está con nosotros, permanece con ustedes en la cruz y a todos
se ofrece como Salvador. Él nos acompaña, a todos nosotros, a ustedes que
sufren tanto, crucificado por ustedes, por nosotros, por todos. Dejen que la
fuerza del Evangelio penetre en sus corazones y los consuele, les de esperanza
y la íntima certeza que ninguno está excluido de su perdón. Pero ustedes pueden
preguntarme: “Pero Padre, ¿Quién que ha hecho las cosas más malas en la vida,
tiene la posibilidad de ser perdonado?” “¡Sí! Si: ninguno está excluido del
perdón de Dios. Solamente quien se acerca a Jesús, arrepentido y con las ganas
de ser abrazado”.
Este era el primer ladrón. El
otro es el llamado “buen ladrón”. Sus palabras son un maravilloso modelo de
arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a
Jesús. Primero, él se dirige a su compañero: «Pero tú, ¿No tienes temor de
Dios, tú que sufres la misma pena que él? ?» (Lc 23,40). Así subraya el punto
de partida del arrepentimiento: el temor de Dios. No el miedo de Dios, no: el
temor filial de Dios. No es el miedo, sino aquel respeto que se debe a Dios
porque Él es Dios. Es un respeto filial porque Él es Padre. El buen ladrón
evoca la actitud fundamental que abre a la confianza en Dios: la conciencia de
su omnipotencia y de su infinita bondad. Es este respeto confiado que ayuda a
hacer espacio a Dios y a encomendarse a su misericordia.
Luego, el buen ladrón declara la
inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia culpa: «Nosotros la
sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada
malo» (Lc 23,41): así dice. Por lo tanto, Jesús está ahí en la cruz para estar
con los culpables: a través de esta cercanía, Él ofrece a ellos la salvación.
Lo que es un escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para aquellos
que estaban ahí y se burlaban de Jesús, esto en cambio es el fundamento de su
fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la Gracia; lo impensable ha
sucedido: Dios me ha amado a tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La fe
misma de este hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el
Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era ladrón, era
un ladrón: es verdad. Había robado toda su vida. Pero al final, arrepentido de
aquello que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso ha logrado
robarse el cielo: ¡éste es un buen ladrón!
Finalmente, el buen ladrón se
dirige directamente a Jesús, invocando su ayuda: «Jesús, acuérdate de mí cuando
vengas a establecer tu Reino» (Lc 23,42). Lo llama por nombre, “Jesús”, con
confianza, y así confiesa lo que este nombre indica: “el Señor salva”: esto
significa “Jesús”. Aquel hombre pide a Jesús que se recuerde de él. ¡Cuánta
ternura en esta expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de
no ser abandonado, que Dios le esté siempre cercano. De este modo un condenado
a muerte se convierte en modelo del cristiano que confía en Jesús. Esto es
profundo: un condenado a muerte es un modelo para nosotros. Un modelo de un
hombre, de un cristiano que confía en Jesús; y también modelo de la Iglesia que
en la liturgia muchas veces invoca al Señor diciendo: “Acuérdate… Acuérdate…
Acuérdate de tu amor…”.
Mientras el buen ladrón habla en
futuro: «Cuando vengas a establecer tu Reino», la respuesta de Jesús no se hace
esperar; habla en presente: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (v. 43). En la
hora de la cruz, la salvación de Cristo alcanza su culmen; y su promesa al buen
ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores.
Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado:
«la liberación a los cautivos» (Lc 4,18); en Jericó, en la casa del publicano
Zaqueo, había declarado que «el Hijo del hombre – es decir, Él – vino a buscar
y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9). En la cruz, el último acto
confirma la realización de este diseño salvífico. Desde el inicio y hasta el
final Él se ha revelado Misericordia, se ha revelado la encarnación definitiva
e irrepetible del amor del Padre. Jesús es de verdad el rosto de la
misericordia del Padre. Y el buen ladrón lo ha llamado por nombre: “Jesús”. Es
una oración breve, y todos nosotros podemos hacerla durante la jornada muchas
veces: “Jesús”. “Jesús”, simplemente. Hagámosla juntos tres veces, todos
juntos, vamos: “Jesús”, Jesús, Jesús”. Y así háganlo durante todo el día.
Gracias.
(Traducción del italiano, Renato
Martinez – Radio Vaticano)
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